«Allá voy, allá voy… si me deja la tos…»
El dúo de la tos, Clarín
Una paloma blanca volaba en tu mascarilla. Fue lo primero que vi de ti.
Nunca había entrado en aquella cafetería, pero ese día necesitaba estar en algún sitio nuevo. Saqué mi libro mientras me servían un té con leche. Me encerré en lo que me contaban aquellas letras; el mundo a mi alrededor era mudo. Y así fue hasta que solo quedaron los posos en mi taza.
Cuando me dirigí a pagar, la campanilla de la puerta bailó y en un atisbo vi una paloma blanca que entraba.
—Uno cincuenta, por favor.
—Póngame otro, si es tan amable —susurré a través de la tela.
No sé qué fue lo que me impulsó a decir aquello. Algunos habrían dicho que fue el destino. Vaya broma más cruel si así fuera. Pero hay peores juegos. Que se lo digan a mis padres.
Volví a mi sitio y saqué de nuevo el libro. Intenté leer, pero la paloma de tu mascarilla batió otra vez las alas y captó mi atención.
Te miré por primera vez, medio oculto, como nos vemos ahora todos. Tus ojos eran de mi color favorito y combinaban con la tela de tu boca.
Te pediste un café.
—Templada, por favor.
Tenías prisa o aborrecías el café caliente. Me decanté por la última opción; de lo contrario, te marcharías antes de que me terminase el té.
Recuerdo preguntarme cómo serían tus labios, si merecería la pena tu sonrisa y si tendrías barba. A mi padre le queda bien la barba, aunque desde su estancia en el hospital se afeita todos los días. Como si hubieras escuchado mis pensamientos, te bajaste la mascarilla, solo un instante. Me dejaste ver tus labios, finos como los de Laura, tu sonrisa de anuncio y tu barba arreglada.
Diste un sorbo y tosiste. Alguna gota habría sido más rápida que tu glotis. Eso no impidió que se escapara alguna mirada furtiva desde el fondo del local.
La mascarilla cubrió tu boca de nuevo y te volviste. Asustado, regresé a mi lectura. Me obligué a no mirarte. «Mirar a desconocidos es de mala educación», me hubiera dicho mi madre si estuviera aquí. Pero hace ya tiempo que no sale de casa.
Tímidamente, te lancé una mirada fugaz y volví a toparme con tu paloma. ¿Por qué una paloma blanca? ¿Defendías acaso la paz entre los hombres? ¿O era una señal de Venus, indicándome el camino?
Sacaste un libro de tu mochila. No me costó reconocerlo: era el mismo que tenía yo entre las manos. Era un ejemplar ajado, que mostraba casi el mismo uso que el mío. ¿Sería acaso el libro que relees cuando todo a tu alrededor se ve furioso, áspero, esquivo, triste, alegre, tierno o vivo? Así había sentido yo el mundo los últimos meses, mientras mi padre estaba atado a un respirador. Así me había sentido yo mientras leía a su lado. Me lo regaló él, ¿sabes?
«Podría levantarme y saludarte», pensé. No sabía nada de ti, pero seguro que podríamos hablar horas de aquel libro. En estos días de distanciamiento, la literatura nos acerca. Después me recomendarías otros libros. Yo te prometería leerlos y darte mi opinión. Para eso sería fundamental intercambiar nuestros números, lo que daría pie a un primer mensaje, que daría pie a otro, y a largas noches hablando, que desembocarían, a su vez, en una cita, la primera de muchas. Me presentarías a tus padres, y yo a los míos. Viajaríamos a Heidelberg y a Estocolmo y, tras encontrar un anillo en este mismo libro que nos ha unido, formaríamos una familia a la que cuidar hasta que fuésemos dos ancianos sentados en el porche.
Leo demasiado, lo sé.
Pero tu paloma me invitaba a levantarme y cumplir esa visión. Sus alas me prometían paz y la suavidad de sus plumas me anticipaba la de tus dedos en mi piel. «¡Levántate!», me dije. Tensé mis músculos, dispuesto a abandonar mi mesa.
Pero entonces tosiste.
Mi cuerpo entero se detuvo. En otro momento quizá hubiera tosido en respuesta, pero esto no es un relato de Clarín, ni había una habitación en medio que nos separara.
«No es nada, se habrá atragantado con el café, como antes». Pero hacía rato que no tocabas tu taza.
Como si necesitara otra señal, el ambiente se enrareció. El ruido de las conversaciones se convirtió en un murmullo apagado.
Tú seguías leyendo y parecías no darte cuenta de las miradas a tu alrededor. Pero tu paloma ya no agitaba las alas, y trataba de esconderse entre los pliegues de la tela.
«La gente tose; es normal. Quizá haya sido solo un carraspeo o tal vez solo tenga un leve resfriado», me dije a mí mismo una y otra vez, siendo incapaz de asumir cualquier otra posibilidad. No estarías sentado en una cafetería si no fuera así.
Pero el ser humano hace cualquier cosa por sobrevivir. Hasta tener miedo de la nada. Era el mismo miedo por el que mi madre me obligaba a cambiarme de ropa tras entrar en casa y por el que mi padre no quería abrir la ventana de su cuarto.
¿Y cómo tenerte miedo? A ti, cuya paloma proclamaba la pureza; a ti, que te sentabas a leer tranquilamente, sin molestar a nadie; a ti, que no te quitabas la mascarilla salvo para dar un rápido sorbo al café; a ti, que… ¿te habías echado gel al entrar?
Si no te hablaba, me arrepentiría; en aquel instante lo supe. Y si esto fuera una comedia romántica, nos veríamos cada día, en este café, y no habría miedo a no volver a vernos. Pero esto no es una película y nuestros pasos no están dirigidos por ningún guionista.
Pero algo tendría que significar que nos encontráramos el mismo día, en la misma cafetería, leyendo el mismo libro. Quizá el universo solo quería demostrarme que tú existías, que eras real. Porque al destino no le importa que haya una pandemia, y sigue marcando los mismos caminos que antes.
Decidí entonces hacerle caso al destino. Si tan interesado estaba en que te conociera, ¿quién era yo para oponerme? Así que me levanté, con la firme determinación de caminar hacia tu mesa. Nada ni nadie me podría impedir conocerte.
Pero entonces volviste a toser.
No fue esta vez un simple carraspeo, sino un verdadero acceso de tos.
El silencio era sepulcral, tanto que hasta tú te diste cuenta y alzaste el rostro, sabiéndote el centro de todas las miradas, incluida la mía. Por primera vez, nuestros ojos se encontraron. Desconozco qué vieron los tuyos. Quizá notaran el miedo tras meses de confinamiento, medidas de protección y noches de hospital. Al menos, eso era lo que ocupaba mi mente, junto con tu paloma, la cual no simbolizaba ya la paz ni el camino ni la pureza. Ahora era una señal de enfermedad y muerte, la rata del cielo que nos puede contagiar. Sus alas, que habían adquirido un tono gris, se extendían a tu izquierda como un mal augurio.
En otro momento de nuestra vida, esto no hubiera sido más que una simple anécdota que ni siquiera se habría registrado en nuestra memoria. En cualquier otro momento, habría sido yo quien te ofreciera un vaso de agua o un caramelo, propiciando el inicio de una conversación. Si esto hubiera ocurrido hace tan solo un año, este sería el principio de nuestra historia.
Pero en este momento toser no es algo inocente. Por ese motivo, recogí mis cosas y salí de aquella cafetería, dejando unas monedas en la barra, sin esperar el cambio. Por ese motivo, supe que mi premonición no se cumpliría. Por ese motivo, porque tosiste, este es el final de nuestra posible historia.
|