José María Ridao

(Madrid, España, 1961)

José María Ridao (FILG.ARAB'85 y DER'86), diplomático desde 1988, ha estado en diversos destinos como Angola, la Unión Soviética, Guinea Ecuatorial, Francia y Argel, donde reside actualmente. Entre los años 2004 y 2006 ocupó el cargo de Embajador de España ante la UNESCO. Ha compaginado esta trayectoria profesional con su pasión por la escritura, que le ha llevado a publicar diversos ensayos y novelas.

España siempre ha contado con grandes arabistas, uno de ellos es Pedro Martínez Montávez, profesor de la UAM y rector durante los años 1978 y 1982, ¿cómo ha influido su figura en tu formación académica y personal?

Martínez Montávez desempeñó un papel decisivo en la ampliación del campo de estudio del arabismo español. A mi juicio, su principal aportación fue orientar la mirada hacia el mundo árabe contemporáneo, superando la limitación que representó durante mucho tiempo la exclusiva preocupación por Al-Andalus. La Universidad es un ámbito donde quienes conviven en él, profesores y alumnos, parten de un sobreentendido que habría que hacer explícito una y otra vez: el conocimiento procede tanto de lo que se transmite y recibe en las aulas, como de aquello contra lo que se reacciona y se pone en cuestión. Mi inicial interés por Al-Ándalus estaba relacionado, no con ese pasado en cuanto tal, sino con la crítica de la historiografía española que, durante mucho tiempo, proyectó obsesiones nacionalistas contemporáneas sobre ese periodo.

Por otra parte, y a medida que se acercaba el final de la licenciatura, me preocupó que el arabismo se definiera como disciplina exclusivamente en función del objeto de estudio, como si, por así decir, acotara un recinto exclusivo, y limitara la atención que prestaba a los instrumentos, a las herramientas críticas y conceptuales. Para poner un ejemplo: me sorprendía que compilaciones de sentencias judiciales de la Córdoba califal se estudiaran desde el punto de vista literario -algo que, por lo demás, es legítimo-, y no desde el punto de vista jurídico, una aproximación más acorde al valor primero de esos textos y que nos habría deparado muchas sorpresas acerca de la relación entre sistemas legales que todavía hoy consideramos incompatibles.

Hay libros que nos dejan huella de por vida y nos cambian la mirada. ¿Con qué lecturas te quedas de tu paso por la UAM?

En principio, parece una pregunta fácil, y, sin embargo, reviste una insalvable dificultad, puesto que está por completo a merced de las trampas de la memoria. Como toda persona familiarizada con la lectura y con los libros, reconozco haber recibido el impacto de algunas obras. Pero no estoy seguro de haber llegado a ellas coincidiendo con mis años de universidad. De esa época sí recuerdo algo distinto aunque relacionado, y que quizá pueda servir como experiencia: hubo en esos años obras que acepté como fundamentales y de las que después me distanciaría, y también lo contrario, obras que no sentí próximas o de las que no supe apreciar su valor, y que más tarde me parecieron decisivas para construir mi propia posición.

En el primer caso se encuentra la mayor parte de los libros de Ortega y Gasset: entonces me parecía una autoridad en cualquier terreno, y hoy considero que su canonización intelectual está impidiendo identificar adecuadamente la genealogía del liberalismo español. Como se observa con claridad en el discurso de las Cortes republicanas sobre el Estatuto de Cataluña, Ortega pensaba la nación. Pero es que el liberalismo no piensa la nación, sino el Estado. Eso es lo que hace, por ejemplo, Azaña. Curiosamente, Azaña fue un autor que no supe apreciar durante mis años de universidad pero que después ha resultado esencial para mi trabajo. La consecuencia que extraigo es que tan importante como la lectura es la relectura, y, sobre todo, ese tipo de relectura que intenta prescindir de prejuicios acumulados.

Sabemos que El Extranjero de Albert Camus es una de tus obras predilectas, ¿a qué se debe? ¿Por qué la aconsejarías?

En realidad, no es sólo El extranjero, sino el conjunto de la obra de Camus. Aunque de manera indirecta, el motivo está ligado a la universidad y, en términos generales, a los problemas y a las soluciones que surgen del saber académico. De Camus se dijo desde muy pronto que era un literato destacado pero un filósofo mediocre, un filósofo de bachillerato. Como es sabido, Camus no pudo seguir la carrera universitaria porque en aquel entonces estaba prohibida a quienes hubieran padecido tuberculosis. Esta circunstancia, estrictamente ligada a la persona y no tanto a la obra, fue uno de los principales argumentos para minusvalorar filosóficamente El mito de Sísifo y para atacar El hombre rebelde.

El problema, según creo, era y es más complejo, puesto que sigue en gran medida vigente y nada tiene que ver con la naturaleza académica o no de la formación y de la escritura filosófica de Camus. A mi juicio, la paradoja de Camus como pensador reside en que es un gran filósofo, pero un gran filosófo que prolonga una tradición de pensamiento que no estuvo de moda a lo largo del siglo XX. Su filosofía no es de sistema, sino de contemplación. Sartre entendía el existencialismo como un sistema, y si se produjo el equívoco es porque Camus se propuso profundizar en la filosofía de la existencia, en línea con Kierkegaard, con Nietzsche o con un filósofo hoy injustamente olvidado: León Chestov, un ruso exiliado en Francia que arremetía contra el bolchevismo. Existencialismo y filosofía de la existencia no son lo mismo, y Sartre lo intuyó desde el primer momento, aunque sólo se le hiciera meridianamente claro a raíz de la publicación de El hombre rebelde. La lectura de Camus me parece recomendable a efectos universitarios porque, en último extremo, invita a considerar que el saber no se agota en la exégesis, sino que también exige atreverse a reflexionar a solas, enfrentándose cara a cara con los grandes problemas.

Parece que la elección de Filología Árabe y Derecho no son casualidad. ¿Desde cuándo tenías claro que querías dedicarte a la carrera diplomática?

Siempre que me preguntan por qué me presenté a las oposiciones de ingreso a la carrera diplomática cuento que fue culpa de las memorias de Pablo Neruda, y que de algún modo eso es lo que menos le perdono. Bromas aparte, empecé a considerarlo cuando me lo aconsejó medio en serio medio en broma el catedrático de crítica literaria Antonio García Berrio. Estaba en tercero de carrera y no sabía qué camino seguir, teniendo en cuenta que, fuera el que fuese, deseaba compatibilizarlo con mi vocación intelectual.

¿Cómo es el día a día de un diplomático? ¿A qué retos tiene que enfrentarse durante su estancia en un país?

No es fácil resumirlo, entre otras razones porque en cada destino y en cada país es radicalmente diferente. No es lo mismo ser secretario de Embajada en Luanda que cónsul en París, ni tampoco embajador en una capital europea o en un país devastado por una guerra. Si un rasgo pudiera resumir las tareas tan diversas que exige cada destino sería el de la sensación de responsabilidad. Los diplomáticos en el exterior actúan desde la convicción de que nada que tenga relación con su propio país les puede ser indiferente, desde las relaciones culturales, comerciales o estrictamente políticas, a las necesidades de sus conciudadanos que se enfrentan a alguna dificultad. Es frecuente escuchar o leer críticas a la tarea de los diplomáticos en situaciones difíciles, y algunas serán sin duda merecidas. Pero hay algo que se pierde de vista, y es que, en último extremo, una embajada o un consulado no es más que un puñado de personas con cierta capacidad ganada día a día para conseguir interlocutores en el país en el que están acreditados. No disponen ni remotamente de los medios que muchas veces se les supone para hacer frente a situaciones de emergencia.

Durante tu estancia como diplomático en la URSS, se produjo el colapso del sistema soviético. ¿Cómo viviste aquel acontecimiento histórico? ¿Qué se percibía en la calle?

Me llamó la atención el contraste entre el acontecimiento a todas luces histórico del que informaban los medios de comunicación, y la indiferencia con la que se vivió en las calles de Moscú. Mientras Gorbachov hablaba en televisión y ponía fin al experimento social probablemente más cruel y colosal del siglo XX, recuerdo haber mirado varias veces por la ventana y soprenderme de que no sucediera absolutamente nada. Y esa misma sensación fue la que me asaltó cuando, poco después, me acerqué a la Plaza Roja con unos amigos. Hasta la bandera roja con la hoz y el martillo siguió ondeando durante varios días, sin que nadie pareciera acordarse de sustituirla por la rusa.

Puede que una parte de este contraste se explique por el hecho de que, después del golpe de Estado de agosto, Gorbachov había perdido toda influencia en el interior, por más que en el exterior se le siguiera considerando una figura decisiva. Baste recordar que, mientras el mundo lo invitaba a la conferencia de Madrid sobre Oriente Medio, el sistema soviético lo arrinconó hasta el punto de que su última gran iniciativa antes de la caída fue recibir al cantante Sting y al jefe indio Rahoni, que realizaban una gira mundial para protestar contra la destrucción de la selva amazónica. La lección me pareció clara: si lo que se vio en la Unión Soviética era la norma, entonces la historia no sucede, sino que se escribe en sentido rigurosamente literal. O dicho de otra manera, la historia es papel, no hechos.

En más de una ocasión has afirmado que no existe “choque de civilizaciones” ya que somos una única “civilización”, ¿cómo podemos salvar la dicotomía establecida entre Occidente y Oriente y trasmitírselo al conjunto de la sociedad?

Una hipótesis como la del choque de civilizaciones da por descontado que el concepto de civilización es unívoco y aceptado por todos, como si se tratara de un fenómeno natural; en realidad, la hipótesis depende enteramente de lo que se entienda por civilización, depende de la definición que se adopte, y, desde esta perspectiva, puede dejar de ser una descripción de lo que vivimos para convertirse en un pavoroso programa acerca de lo que se nos está predisponiendo a vivir. Para unos la civilización es un concepto ilustrado que se opone a barbarie; para otros, más próximos del concepto romántico, la civilización es un conjunto cerrado de prácticas humanas que se opone en cuanto tal a otro conjunto también cerrado, y este a un tercero, y así indefinidamente, hasta alcanzar un número equivalente al de los pueblos que existen en el mundo. Para esta visión, lo que importa no es lo que hace de los individuos parte inseparable de la humanidad, sino lo que los diferencia y los enfrenta como integrantes de pueblos distintos, cuando no de razas o credos distintos.

En uno de sus últimos trabajos, Giovani Sartori escribió una frase en la que, a mi juicio, se observa meridianamente lo que trato de decir al separar el concepto ilustrado y romántico de civilización. Cuando los zulúes tengan su Tolstoi –dijo Sartori-, lo leeremos. Mi pregunta es: ¿por qué consideraba Sartori que Tolstoi nos pertenece más a nosotros, es decir, a los blancos o a los europeos, que a un zulú que hable ruso, ame la literatura y sea un apasionado del autor de Guerra y paz? Por aquellos años, también Oriana Fallaci escribió que la ciencia nos pertenece, dando por descontado una vez más que ese nosotros está constituido por los europeos, o, en fin, por los occidentales. Y una vez más mi pregunta es: ¿por qué la ciencia, la medicina, pongamos por caso, me va a pertenecer más a mí que no soy médico que a un médico iraquí o tanzano?

Otro de los territorios en los que te mueves es en el de los medios de comunicación. Da la sensación de que la independencia periodística se está perdiendo, ¿cómo se podría revertir de nuevo la situación?

Dejé de colaborar con los medios de comunicación en 2012, y la razón fue doble. Por un lado creí advertir que, por lo que respecta al trabajo intelectual, los medios proporcionan notoriedad a cambio de sacrificar el rigor. Y sacrificar el rigor a cambio de la notoriedad sólo conduce a convertir al intelectual en figurante de un espectáculo continuo; confieso que, durante los últimos años, no podía dejar de verme a mí mismo como un farsante, alguien que un día tras otro debía improvisar opiniones transmitiendo la impresión de que ha meditado largamente sobre ellas cuando la realidad es que no se tiene tiempo material para hacerlo. Y la segunda razón por la que dejé de colaborar en los medios de comunicación es que la agenda que imponen no me interesa en absoluto. No es que el intelectual que participa en el espectáculo de los medios esté obligado a decir tonterías, pero sí a pronunciarse sobre asuntos que sí lo son. No sé si esta situación tiene arreglo o no lo tiene, y tengo que decir que a estas alturas me preocupa más bien poco. La máxima por la que hoy pretendo guiar mi trabajo intelectual es la de que hay que escribir para dejar constancia de que todo pudo ser de otra manera. Tanto de lo bueno como de lo malo que pueda suceder, los hombres y mujeres de este tiempo seremos los únicos responsables.